Una mujer

«era una mujer que encendía todo a su paso», y evocar en desorden escenas en las que aparece

Perdí el último nexo con el mundo del que salí.

Ya no volveré a oír su voz. Es ella, con sus palabras, sus manos, sus gestos, su manera de reír y de caminar, la que unía a la mujer que soy con la niña que fui.

Mi madre, nacida en un medio dominado, del que quiso salir, tenía que convertirse en historia, para que yo me sintiera menos sola y falsa en el mundo dominante de las palabras y las ideas al que, según su deseo, me he pasado.

Le gustaba dar a todo el mundo, más que recibir. ¿Acaso escribir es una forma de dar?

Su imagen tiende a volver a ser la que, creo, tenía de ella cuando era pequeña, una sombra grande y blanca por encima de mí.

Esa sensación, en la que la presencia ilusoria de mi madre es más fuerte que su ausencia real, es sin duda la primera forma de olvido.

Fugitivamente, a la vez que tengo conciencia de su muerte, espero verla bajando la escalera, instalándose con su costurero en el cuarto de estar

He pensado también que un día, en los años 2000, yo seré una de esas mujeres que esperan la cena doblando y desdoblando la servilleta, aquí o en otro lugar.

Durante toda aquella semana, me volvía a la mente ese domingo, cuando estaba viva, los calcetines marrones, las ramas de forsythia, sus gestos, su sonrisa cuando le había dicho adiós, luego el lunes, ya muerta, acostada en la cama. No conseguía juntar los dos días.

Ahora, todo está unido.