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Krasznahorkai László

Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río

  • Valeria Villalobosцитирапреди 3 години
    Esas cuatro patitas estiradas revelaban que no había encontrado la paz eterna, puesto que la soledad horripilante de la que venía no conducía a otro sitio, sino a otra soledad, definitivamente horripilante.
    Y seguía corriendo.
    Con su cuerpo en manos ya de la muerte abrazaba suavemente el tronco del ginkgo, pero seguía corriendo.
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    quería que naciera este conjunto de ocho hinoki y una fascinante alfombra de musgo plateado, que se hiciera realidad ese jardín encantador del mundo, que lo describieran, que apareciera precisamente como el número cien, después del noventa y nueve, en el libro ilustrado titulado Cien hermosos jardines, que este hecho despertara un anhelo eterno en el nieto del príncipe Genji, que lo buscara sin descanso y que, por último, quizá lo encontrara siguiendo una indicación acertada, o no, que no lo encontrara jamás, por causa de un único instante, de un único minuto tal vez, todo para que un buen día, hoy, ahora, a última hora de la mañana, pasara de largo, todavía mareado por el estado de debilidad que lo había afectado, para que se dirigiera, apoyándose en el muro, hacia un santuario más tranquilo y, por tanto, lo perdiera para siempre, todo solamente para eso, desde las primeras esporas hasta que cayeron desde lo alto entre los cipreses de hinoki que precisamente empezaban a verdear
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    Y todo ello ocurría en millones y millones de casos, pero no ocurrió en ocho casos, allí, a pocos pasos de distancia de la planta nodriza, puesto que de esas ocho plantitas, que sobrevivieron a todos los peligros ulteriores, crecieron por último unos árboles inmensos, ocho gigantescos y maravillosos cipreses de hinoki en el patio de un monasterio, como mensajeros que traían una frase edificante desde gran distancia, que traían un mensaje en su raigambre expansiva, en su tronco recto y en su follaje delicadamente imbricado, un mensaje en su historia y en su existencia que nunca nadie entenderá, ya que, por lo visto, su comprensión no ha sido confiada a los hombres.
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    resultaba inimaginable que uno solo de estos cientos de miles de millones de granitos de polen de hinoki llegara a su meta, a aquel patio apartado del monasterio de Kioto para fecundar una única célula femenina entre los conos fértiles. Para esta nube de polen, el mundo era el laberinto imprevisible del azar, una estructura inconcebiblemente compleja donde todo, todo en el sentido más estricto de la palabra, aspiraba a destruirla. Si hubiera llovido el día en el que se abrieron los sacos polínicos y los granos abandonaron a las plantas madre, toda esa cantidad de polen habría desaparecido. Si no hubiera habido una corriente de aire que levantara la nube aquel día, las partículas se habrían esparcido por la zona, donde los acechaban miles de peligros: si hubieran caído en una cascada, un arroyo, un río o un lago, se habrían hundido, se habrían convertido en parte del fango, habrían sido devorados por mosquitos y gusanos acuáticos, y listo, se acabó.
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    La historia del nacimiento de los ocho hinoki en aquel lugar se remonta al centro de la provincia china de Shandong, a un bosquecillo de hinoki cercano a Taishan donde, después de brotar los conos poliníferos de los árboles, de madurar y estallar luego los sacos polínicos en el día propicio, en el que hacía un tiempo seco y el sol calentaba con suavidad, cientos de miles de millones de granos de polen fueron a parar de pronto a la atmósfera, formando una nube que fue alzada por una corriente de aire caliente que, ya en lo alto, la confió a un viento fuerte que procedía del oeste y se dirigía al este para que la llevara, pasando por el mar Amarillo al centro de la isla japonesa de Honshu y la soltara en la zona sur de Kioto en forma de una lluvia de polen sobre ese pequeño patio del monasterio, alcanzando exactamente la copa del hinoki madre hoy ya seco que sólo esperaba esa visita
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    el nieto del príncipe Genji pasaba por delante de los escalones de piedra y de la puerta de piedra, hubiese deseado averiguar qué había creado ese jardín desde debajo del suelo,
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    Verlo y hablar luego de él, divisarlo y encontrar las palabras precisas para describirlo, hallar las expresiones adecuadas, comprender la esencia, todo ello era una tarea dificilísima, puesto que este jardín surtía un efecto tan enorme sobre el espectador que, por muy serena que fuese, la persona quedaba despojada de la posibilidad de hablar en su primer estupor, al que le seguía otro mucho más profundo al captar cada vez mejor cuanto veía, es más, el espectador no sólo estaba imposibilitado para describir este jardín con la ayuda de las palabras y expresiones adecuadas, sino que, dicho de forma más matizada, aquel que veía el triángulo inferior, situado a la derecha del sendero trazado en diagonal, aquel que encontraba por casualidad el jardín y le echaba un vistazo ya no quería hablar sobre ello, porque el primer efecto del jardín era suprimir su voluntad, la intención de expresar algo respecto a él y por eso resultaba tan difícil encontrar, como quien dice, el habla, las palabras
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    como si fuera a su sombra, había en el fondo del triángulo un jardín, un jardín minúsculo, el jardín más sencillo del mundo, una creación inimitable, irrepetible y pasmosa bordeada por un muro de piedra alto, sencillo y un tanto mohoso que empezaba por el lado derecho del templo accesorio y recorría dos lados de ese jardín que, escondido y protegido por el muro y por los arbolillos y arbustos, no era más, de hecho, que una alfombra de musgo que cubría toda la superficie del terreno, una alfombra espesa, compacta, del grosor de un palmo como mínimo, de matices plateados, de sustancia dura pero infinitamente suave al tacto, de la cual surgían ocho cipreses de hinoki de unos cincuenta años de edad, que alzaban sus coronas a gran altura.
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    y aquí y allá yacían también, como por costumbre, algunas piedras talladas que tenían grabadas citas edificantes de los sutras, o sea, que quien entraba sólo se topaba con esto
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    En dos sentidos estaba el jardín escondido en el monasterio.
    Estaba escondido porque el patio y el santuario en el que se hallaba quedaban al margen de la red de caminos principales y secundarios del monasterio, es decir, se hallaban en un terreno evitado por casi todo el mundo, por el que nadie transitaba, ni un solo monje y menos aun un superior, para qué. De hecho, a nadie se le pasaba por la cabeza entrar allí por el motivo que fuese, todos sabían que allí dentro no había nada digno de mención, únicamente permanecía allí un religioso laico que, tras la muerte de su esposa, llevaba años viviendo solo en aquella casucha enclenque levantada junto al santuario y que se ocupaba sin ayuda de nadie de los quehaceres relacionados con la casita, el santuario y el jardín, cuando no se dedicaba a tocar su shatuhachi. Por otra parte, estaba escondido en el sentido de que si uno, sin hacerse muchas ilusiones, subía a pesar de todo esos escalones de piedra que no prometían nada y franqueaba la puerta de piedra que prometía aún menos y echaba desde allí un vistazo al patio, no hacía más que toparse con el hecho consumado de que, en efecto, todo era tal como lo había imaginado antes de subir los escalones y franquear la puerta, de que no merecía la pena entrar o, dicho de otro modo, el ocultamiento funcionaba de tal manera que si a alguien, a despecho de todo, se le ocurría dar unos pasos por el patio, en cuyo otro extremo se hallaban el santuario y, a su lado, la casucha, seguía sin saber que allí se escondía un verdadero jardín, puesto que al mirar alrededor, por primera vez y de forma somera, veía desde luego un patio que hasta podía merecer el nombre de jardín, pero no era más que un pequeño triángulo cubierto de hierba con un viejo hinoki totalmente reseco, unos cuantos arbustos diminutos y unos escasos y escuálidos arbolitos, aunque también había allí un poco de vida, con un pequeño pino negral, un pequeño pino albar y un pequeño roble, así como una camelia, un arbolillo de té y un pequeño boj seco, un pequeño momiji, un pequeño satsuki, un pequeño maki y un ja no hire y haran, como es natural, pero todo bastante abandonado en el primer triángulo del patio visto desde la entrada, porque hay que imaginar el lugar de tal manera que, al entrar por la puerta de piedra, se encontraba uno con que el rectángulo del patio estaba dividido en dos triángulos por un sendero que empezaba en la esquina izquierda y transcurría en diagonal y en el triángulo superior se amontonaban sin orden ni concierto, un poco asilvestrados, perjudicándose unos a otros y sin alegrar particularmente a nadie, los mencionados arbolitos y arbustitos y aquel pobre, viejo y reseco hinoki, mientras que al otro lado del sendero que atravesaba el rectángulo en diagonal, concretamente en el triángulo derecho, crecían algunos
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