Le pongo una mano en el antebrazo. No sé por qué lo hago –y no es un gesto exactamente forzado–; de verdad, me han entrado ganas de tocarle la piel. Suave, apenas bronceada. Diría que sabe a verano, a algo familiar, cálido, agradable. Como mi piel en los primeros días a bordo del Fishful Thinking, antes de que acabara pelada y quemada y curtida por la sal.