El idiota gastronómico

Mientras el espacio de la sala es un espacio público, pleno de visibilidad, pensado para la exhibición y el fomento de la notoriedad, el espacio de producción, la cocina, es un espacio privado. Un espacio por ocultar, sucio, abigarrado, grasiento, húmedo, oscuro e inaccesible; literalmente, una caja negra

En la incipiente sociedad burguesa, el comer, una vez despolitizado, se convierte en empresa (hoy día lo llamaríamos emprendimiento). En este sentido, el restaurante es una institución absolutamente crítica de cara al despliegue de la doble moral burguesa

El comer estaría aquí operando como fetiche, como algo que está por otras cuestiones de mayor enjundia, sea la economía o la política, y, en menor medida, la cultura, cuando los llamados a la mesa son más diletantes (gourmansds) que militantes ascetas de la causa capitalista.

El arquetipo de este régimen es el ciudadano bulímico, sujeto, como buen burgués, a una doble moral victoriana que se traduce en un comportamiento bipolar en lo que al comer y al hablar toca: por un lado, se empacha de palabras en la esfera pública y, por otro, hace lo propio con la comida en la privada.

El banquete burgués, propiamente dicho, es aquel acto público en que comer es el telón de fondo de lo que realmente importa: lo que se habla. Se trata de un comer estilizado (civilizado), antítesis de lo carnavalesco.

El comer queda aislado del proceso de trabajo y encerrado en la privacidad de la casa.

La plaza pública, lugar de una comensalidad libérrima, de la glotonería y la embriaguez, en la cosmovisión carnavalesca, se torna, tras el viraje ascético, «esfera pública», lugar de la política o, lo que es lo mismo, de la palabra.

Con la irrupción de la seriedad y el ascetismo burgués desaparecen los aspectos más proteicos del banquete carnavalesco, pasando el alimento y el cuerpo a engrosar el repertorio de la sátira y la denuncia de los malos hábitos en la esfera privada. Cuerpo y alimento se «patologizan».

Una vez que entran por la boca y tras descender por un tobogán, los niños y niñas, que devienen simbólicamente alimento para Gargantúa, son obscenamente expulsados por el culo del muñeco.

Verlo a través del filtro edulcorante de un personaje de cuento y no como lo que realmente es, la encarnación del orden social medieval, cercena, en parte, la potencia política de Gargantúa. Un ejemplo nos ayudará a comprender esa limitación. De un tiempo a esta parte, en las fiestas de pueblos y ciudades del País Vasco, circula una reproducción de considerable tamaño de Gargantúa para deleite de niños y niñas