No es posible perdonar a quien ha sido infiel a la promesa más que sobre la base de que el sujeto que ha sufrido el agravio esté en condiciones de volver a establecer un nuevo «¡Sí!», un nuevo comienzo; puede seguir queriendo el amor para siempre, puede seguir reconociéndole su valor «inestimable». Eso significa atravesar no tanto la culpa del Otro, sino su propio error. El trabajo del perdón supone ante todo atravesar de forma extrema la propia imagen ideal hasta ver sus límites reales. El encuentro con este límite alivia, libera del peso de la culpa, libera del espíritu de venganza. De hecho, existe una misteriosa alegría del perdón que aligera a los amantes que saben alcanzarlo. Implica el reconocimiento del Otro como eteros, como vida diferente, vida alejada de cualquier ilusión simbiótica-narcisista, de cualquier fusión entre el Uno y el Otro. Implica el amor por un Otro real, no ideal, que no se reduzca al reflejo de un espejo que ilumina y enriquece nuestro Yo, sino que sea una existencia singular que existe como pura exterioridad. El amor oblativo como pura devoción al Otro, en pos de una fusión imposible, cede entonces su sitio a la oscilación perpetua que caracteriza el trabajo del perdón, entre la experiencia de la fragmentación de mi ser –traído de vuelta desde el trauma de la traición a este lado de la función sanadora de la imagen– y el reconocimiento del carácter inasimilable de quien amo. Como si en la traición resonara ese margen indeleble de libertad que la ilusión del amor preferiría prisionera y que se revela en cambio como absoluta.