En el puesto número cuatro de los momentos más miserables del día se situó la visión de mi imagen reflejada en el espejo de los lavabos del aeropuerto. Ese momento no fue miserable porque una vez más comprobara que tenía demasiadas arrugas alrededor de los ojos para ser una mujer de treinta y dos años. Tampoco porque mi pelo de paja se negara rotundamente a colocarse de un modo razonable (para todo eso ya tenía hora con mi estilista Lorelei dos horas antes de la entrega de los premios). Fue un instante malo porque me descubrí preguntándome si le resultaría atractiva a Daniel Kohn.
Daniel también estaba nominado en la categoría de «Mejor presentador de informativos» y era conocido por ser un hombre moreno y atractivo hasta la obscenidad que, a diferencia de la mayoría de presentadores del país, tenía un encanto natural. Daniel era consciente del efecto que provocaba en las mujeres y le gustaba sacar partido de ello. Y, cada vez que coincidíamos en una fiesta de los medios de comunicación, me miraba profundamente a los ojos y decía: «Si tú me hicieras caso, renunciaría a todas estas mujeres.»
Naturalmente, esa frase contenía tanta verdad como la afirmación: «En el Polo Sur hay elefantes rosas.»
Pero una parte de mí deseaba que fuera verdad. Y otra parte de mí soñaba con ganar el Premio TV luego pasearme por la mesa de Daniel con garbo y una risita ligeramente triunfal y, por la noche, practicar sexo salvaje con él en el hotel. Durante horas. Hasta que el director del hotel aporreara la puerta porque un grupo de rock que se alojaba al lado se quejaba del ruido.
Sin embargo, la mayor parte de mí me odiaba por lo que pensaban las dos primeras partes. Si acababa en la cama con Daniel, seguro que la aventura llegaría a oídos de la prensa, Alex pediría el divorcio y yo, una madre desnaturalizada, le rompería defi