El perro casi me muerde la mano.
Se traga la danesa en dos bocados y comienza a lamer mis dedos, saltando contra mi pecho de emoción, revolviendo finalmente en el calor de mi abrigo abierto. No puedo controlar la risa fácil que se escapa de mis labios, no quiero hacerlo. No he sentido ganas de reír en mucho tiempo. Y no puedo evitar sorprenderme de que tal pequeño poder lo ejercen los animales con nosotros sin pretenderlo, rompen tan fácilmente nuestras defensas.
Paso la mano a lo largo de su piel en mal estado, sintiendo que sus costillas sobresalen en ángulos agudos, incómodos. Pero el perro no parece importarle su estado de muerto de hambre, al menos no en este momento. Su cola se está meneando duro, y sigue tirando de mi abrigo para mirarme a los ojos. Estoy empezando a desear haber metido todas las danesas en mi bolsillo esta mañana.