Abrí el cuaderno y me senté. Primero, como preludio, una mención a Túpac Amaru. Durante un rato me mantuve inmóvil, respirando acompasadamente, con los codos sobre la mesa, la frente apoyada en las manos y los ojos cerrados, como si estuviera en oración. No sentía ni gota de sueño pero sí ese aleteo de irrealidad que precede a las sorpresas, de vez en cuando entreabría los párpados, y la luz del flexo resbalando por el lomo aterciopelado de Gerundio parecía enviar en lenguaje cifrado ciertos avisos que encontraban eco en su dulce ronroneo más humano que felino. Hasta que me di cuenta de que era con él con quien necesitaba hablar antes de ponerme a escribir nada, que se había subido allí para escucharme y que si le contaba la historia de Túpac Amaru como a un gato de cuento de hadas, no sólo la entendería sino que tal vez me ayudase a entenderla mejor a mí con la aportación de algún dato secreto.