La calle de Mina seguía una trayectoria moral. Comenzaba en un punto donde el deseo era una promesa (las coreografías tropicales del teatro Blanquita), continuaba hacia el Salón México, donde se podía bailar con alguna desconocida, y avanzaba rumbo a bares de mala estrella. Poco más adelante, aparecían hoteles de paso recubiertos de incierto mármol color de rosa y que incluso en la acera despedían un olor a desinfectante; el último de ellos se llamaba Ferrol, en honor al pueblo del tirano, y se había recargado contra la casa del abuelo, como si también los inmuebles disputaran su posguerra. Frente a la casa estaba el ábside de la iglesia de San Fernando. Ahí concluía la serie simbólica. La calle de Mina ofrecía espacios de tentación, caída y redención.