La última batalla de Archie Robertson es tranquila. En el pub de Edimburgo que hace décadas que frecuenta, este anciano menudo y pulcro, pintor de brocha gorda jubilado, que se pone corbata para ir a tomar su pinta y descubrió el mundo gracias al ejército británico, defiende con una sonrisa su voto en el referéndum de independencia de Escocia. Fue un 'no'. «Por mis sobrinos. A mí me da igual, solo aspiro a estar vivo para renovar una última vez mi pase de jubilado para el transporte público». Robertson apuesta por mantener el 'odio cordial' con las otras naciones británicas, el que le permitía bromear con sus camaradas durante la guerra entre turcos y griegos en Chipre, en los años 50, cuando Gran Bretaña se batía en retirada del Imperio y los pueblos se mataban para ocupar el vacío. Como Robertson, los electores escoceses tenían razones poderosas e íntimas para oponerse o defender la independencia en el referéndum del 18 de setiembre. Este libro es una instantánea de esos votantes, la narración de cómo se vivió la cita histórica a ras de tierra, en las calles de Glasgow o Edimburgo, a través de la mirada de los escoceses, pero también de los inmigrantes o de los catalanes que viajaron para la ocasión.