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Martín Caparrós

Echeverría

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    Otro uso –contradictorio– de la historia: ahora sí que no pasa lo que pasaba antes. O sea: estamos mucho mejor y cada vez mejor, hay que esperar. La confianza más o menos pasiva que te aquieta, chupetín de la historia.
    No me interesa usar el pasado para pensar el pasado como un presente, sino el presente como un pasado: ponerlo en perspectiva histórica y desarmar –un poco– la mayor trampa que tienden todas las culturas: que esa cultura va a durar para siempre. Todos los tiempos creyeron que serían así para siempre: que nunca se volverían pasado. Todos los tiempos se volvieron.
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    Pero también la sumisión de los indios a cambio de subsidios, el culto de la personalidad, el intento de compra del poeta, los pagos a periodistas y sus medios, los grandes fastos cívicos a cargo del gobierno, lo popular como verdadero frente a lo culto como falso, el aparato de control del Estado utilizado como organización política, las purgas en el séquito del jefe, los enriquecimientos, el uso caudaloso del fervor patriótico y, sobre todo, la sensación –que ya entonces escribía Echeverría– de que la Argentina podría haber sido un gran país pero había perdido su oportunidad.
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    Nunca lo piensa mientras dura. Pero después –tantas veces, después– pensará con angurria en esos días felices, amargos, vertiginosos en que había encontrado una misión, una razón para su vida. Después –pocos años después–, ya casi viejo, en su destierro, recordará cargado de nostalgia ese momento en que sabía para qué vivía. Y tratará de recuperarlo aunque después –esos años después– se preguntará si realmente había sido así, si su memoria, una vez más, no estaría volviendo mármol lo que había sido barro.
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    Es un problema: yo no digo que todos los pocos tienen razón –o la tendrán a largo plazo. Pero sí digo –creo que digo– que todos los muchos se equivocan. Que los muchos suelen ser una fuerza de conservación de ciertos errores. Que lo que el pueblo cree absolutamente hoy es lo que dejará de creer mañana o pasado.
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    Y entonces Gutiérrez, el propio Gutiérrez, le había dicho que si no estaba exagerando, que al fin y al cabo había sido la Sala de Representantes, los representantes del pueblo, los que lo habían votado, y él que esos representantes habían dejado de serlo cuando decidieron usar esa representación para darle a uno el poder que deben tener todos, el poder que tiene que mantener el pueblo a través de ellos, y Alberdi que quizá pero que finalmente la decisión fue confirmada por un referéndum, y él que no quería ponerse a discutir los detalles de ese referéndum, ciudadanos obligados a votar de viva voz bajo amenaza, lo increíble de un sufragio adonde nueve mil votan de un modo y en contra sólo siete, no siete mil, siete señores, pero que aun si hubiera sido una votación seria y normal el pueblo no tiene derecho a decidir que ya no manda: que democracia es que el pueblo gobierne, a través de sus representantes pero que gobierne, y que si el pueblo decide entregar todo el poder a un hombre lo que está entregando es la democracia misma, la república, y que si al pueblo se le ocurre que necesita un rey, les preguntaba, ya exaltado, ¿estaremos de acuerdo con el pueblo? ¿Tiene derecho el pueblo a traicionarse, a disolverse, a deshacerse en los caprichos de un tirano? ¿O no seguimos a Rousseau en aquello de que si un pueblo entrega sus derechos deja de existir como tal pueblo, y que hacerlo es un acto de locura y que la locura no puede fundar nada?
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    Pero que lo que de verdad no podía soportar, con el cuerpo no podía soportar, con las tripas no podía soportar, era el principio: que ese tirano se hubiera hecho con el poder absoluto, que pudiera decidir de absolutamente todo, leyes, disposiciones, direcciones generales y acciones cotidianas sin consultarle nada a nadie; que aunque Rosas hiciera el mejor gobierno siempre haría el peor, porque su gobierno se asentaba en la destrucción de la república.
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    En París aprendió que ser un buen creyente consiste en saber –en creer que uno tiene las respuestas que importan– y lo que él necesita son preguntas. Para empezar una literatura –para vivir– se precisan preguntas; respuestas debe tener quien quiera terminarla.
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