Jeffrey Eugenides

Middlesex

  • Melisa Peцитирапреди 3 години
    Y como no decía una palabra sobre sus problemas, la barba empezó a expresar en silencio todo lo que él callaba.
  • Vintage Autumnцитирапреди 3 години
    Al envejecer cuesta trabajo subir las escaleras, entra uno en el cuerpo de su padre. Desde ahí sólo hay un breve salto hasta los abuelos y entonces, antes de que uno se dé cuenta, se empieza a viajar en el tiempo. En esta vida crecemos hacia atrás.
  • Vintage Autumnцитирапреди 3 години
    Según mi experiencia, las emociones no pueden describirse con una sola palabra. «Tristeza», «alegría», «remordimiento», esos términos no me dicen nada. La mejor prueba de que el lenguaje es patriarcal quizá sea que simplifica demasiado los sentimientos. Me gustaría tener a mi disposición emociones híbridas, complejas, construcciones germánicas encadenadas, como «la felicidad presente en la desgracia».
  • Zahieцитирапредходен месец
    No estoy seguro de que, con una abuela como la mía, pueda llegarse alguna vez a ser un verdadero norteamericano en el sentido de creer que la vida es una búsqueda de la felicidad. La enseñanza que podía extraerse del sufrimiento y el rechazo de la vida de Desdémona era que la vejez no proseguía los múltiples placeres de la juventud sino que era una larga prueba que poco a poco iba robando intensidad a las más pequeñas y sencillas alegrías. Todo el mundo lucha contra la desesperación, pero lo que siempre triunfa al final es eso. Tiene que triunfar. Es lo que nos permite decir adiós
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    Los padres de Hermafrodito eran Hermes y Afrodita. Ovidio no nos dice cómo se sintieron después de la desaparición de su hijo.
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    El sexo es biológico. La identidad sexual es cultural
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    –Pues qué bien –repuso Zora–. Yo no quiero ser nada en particular.
    Zora tenía insensibilidad a los andrógenos. Su organismo era inmune a las hormonas masculinas. Aun siendo XY, como yo, había desarrollado líneas femeninas. Pero a Zora le habían salido las cosas mejor que a mí. Aparte de rubia, era bien proporcionada y de labios carnosos. Los pómulos salientes le dividían el rostro en llanuras árticas. Cuando hablaba, la piel se le estiraba sobre aquellos pómulos y se le ahuecaba entre las mandíbulas, formando una tensa máscara, como de duende, dominada por una penetrante mirada azul. Y luego estaba su figura, los pechos de lechera, el vientre de campeona de natación, las piernas de velocista o bailarina de Martha Graham. Incluso desnuda, Zora parecía toda una mujer. No había signos visibles de que no poseyera útero ni ovarios. El síndrome de insensibilidad a los andrógenos creaba a la mujer perfecta, me dijo Zora. Una buena cantidad de modelos de primera fila lo tenía.
    –¿Cuántas tías hay de uno noventa, delgadas y con peras grandes? No muchas. Pero eso, entre las que son como yo, es algo normal.
    Atractiva o no, Zora no quería ser mujer. Prefería identificarse como hermafrodita. Fue el primer hermafrodita que conocí. La primera persona que era como yo. Ya en 1974, utilizaba el término «intersexual», lo que era raro por entonces. De Stonewall sólo hacía cinco años. El movimiento por los derechos de los homosexuales estaba en marcha. Preparando el terreno para todas las luchas identitarias que siguieron, incluida la nuestra. Sin embargo, la Sociedad Intersexual de Norteamérica no se creó hasta 1993. Así que, en mi opinión, Zora Khyber fue una de las pioneras, una especie de Juan el Bautista clamando en el desierto. Ostensiblemente, aquel desierto era Norteamérica, por no decir el mundo entero, pero más concretamente radicaba en la casa de madera donde Zora vivía, en Noe Valley, y donde yo también me alojaba ahora. Una vez que Bob Presto se quedó satisfecho con los detalles de mis hechuras, llamó a Zora y organizó las cosas para que me quedara en su casa. Zora acogía a seres perdidos como yo. Formaba parte de su vocación. La niebla de San Francisco también daba cobertura a sus hermafroditas. No es sorprendente que la SIN se fundara precisamente en San Francisco y no en cualquier otra parte. En una época donde no había organización, Zora ya estaba en eso. Antes de que nazcan los movimientos surgen centros de energía, y Zora era uno de esos centros. Principalmente, su política consistía en estudiar y escribir. Y en los meses que viví con ella, se dedicó a educarme, a sacarme de lo que ella denominaba mi gran oscuridad del Medio Oeste
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    tractiva o no, Zora no quería ser mujer. Prefería identificarse como hermafrodita. Fue el primer hermafrodita que conocí. La primera persona que era como yo. Ya en 1974, utilizaba el término «intersexual», lo que era raro por entonces. De Stonewall sólo hacía cinco años. El movimiento por los derechos de los homosexuales estaba en marcha. Preparando el terreno para todas las luchas identitarias que siguieron, incluida la nuestra. Sin embargo, la Sociedad Intersexual de Norteamérica no se creó hasta 1993. Así que, en mi opinión, Zora Khyber fue una de las pioneras, una especie de Juan el Bautista clamando en el desierto. Ostensiblemente, aquel desierto era Norteamérica, por no decir el mundo entero, pero más concretamente radicaba en la casa de madera donde Zora vivía, en Noe Valley, y donde yo también me alojaba ahora. Una vez que Bob Presto se quedó satisfecho con los detalles de mis hechuras, llamó a Zora y organizó las cosas para que me quedara en su casa. Zora acogía a seres perdidos como yo. Formaba parte de su vocación. La niebla de San Francisco también daba cobertura a sus hermafroditas. No es sorprendente que la SIN se fundara precisamente en San Francisco y no
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    Suele decirse: San Francisco es el lugar donde se jubilan los jóvenes. Y aunque la descripción de un descenso a ese sórdido inframundo sin duda añadiría color a mi relato, tengo el deber de mencionar que el barrio de North Beach sólo se compone de unas pocas manzanas.
  • Zahieцитирапредходен месец
    En el siglo XX, la genética introdujo en nuestras propias células la antigua noción griega del destino. El nuevo siglo que acabamos de estrenar ha descubierto algo diferente. Contrariamente a todas las expectativas, el código subyacente en nuestro ser es deplorablemente inadecuado. En lugar de los 200.000 genes esperados, sólo tenemos 30.000. No muchos más que una mosca
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