Estábamos en el interior del recinto. Era el territorio de la soledad y de la melancolía. Nos encontrábamos —nos dimos cuenta antes incluso de levantarnos del suelo, en el que se apreciaban los restos de una excavación— en una fosa enorme, socavada quién sabe cuándo junto al muro, en una esquina de la nave, que recordaba en cierto modo a un yacimiento arqueológico o a un cementerio antiquísimo. Porque, medio enterrados en el suelo, se elevaban por doquier sepulcros, tumbas, monumentos funerarios esculpidos en la graciosa transparencia del mármol, del travertino, de la calcedonia y de la malaquita. Había allí columnas rotas y estatuas de brazos brillantes, había cruces adornadas con guirnaldas de pórfido. Había dulces niños alados, con el rostro entre las manos, sobre la lápida de alguna tumba. Había cenotafios que parecían macizos armarios de piedra cubiertos por unas letras grandes, talladas con una precisión mecánica. Todo brillaba de forma enigmática bajo una luz verde oliva que descendía en franjas gruesas y contrastaba violentamente con la sombra de las profundidades. La fuente de aquellas bandas de luz transparente era el tejado de la nave, medio derruido, situado a una altura inconmensurable. Allí seguían, intactos, los pesados cristales con armazones metálicos por los que la luz se filtraba y adquiría el color cadavérico de aquella fosa inmensa. Pero en el tejado había también grandes agujeros a través de los cuales se veía, de un color más claro que las paredes, el cielo. Deambulamos un rato por la fosa, examinamos de cerca los rostros de los niños, asexuados y puros, los brazos de músculos bien marcados, perfectamente esculpidos, las ropas arrugadas sin rastro alguno de haber sido talladas por un escoplo, como si las piedras hubieran sido blandas en otra época y las hubieran volcado en moldes de una lisura sin tachas. Contemplamos los ángulos perfectos de las lápidas, pasamos los dedos por las suaves acanaladuras talladas en el ágata marmolada, en el ónice más oscuro ahora que la noche.