Porque, pensó, es una hora especial. Las mujeres nunca despiertan a esa hora. Ellas duermen con el sueño de los bebés y los niños. ¿Pero y los hombres de mediana edad? Conocen bien esa hora. Oh, Dios, la medianoche no es grave: uno se despierta y duerme de nuevo. La una o las dos no son graves: uno se revuelve en la cama pero al fin se duerme otra vez. A las cinco o a las seis de la mañana hay esperanzas, pues el amanecer está justo debajo del horizonte. ¡Pero las tres, Cristo, las tres de la mañana! Los médicos dicen que el cuerpo está en bajante a esa hora. El alma está afuera. La sangre se mueve lentamente. Sólo en el momento de la muerte está uno más cerca de la muerte. El sueño es imitación de la muerte, ¡pero estar con los ojos abiertos a las tres de la mañana es estar muerto en vida! Uno sueña entonces con los ojos abiertos Dios, si uno tuviera fuerzas para despertar del todo, ¡acabaría con esa duermevela a balazos! Pero no, uno se queda allí en el fondo de un pozo insondable y seco. La luna pasa y te echa una mirada, con cara de idiota. La puesta de sol ha quedado muy atrás, el amanecer está lejos aún, de modo que uno pasa revista a todas las imbecilidades en que cayó alguna vez las encantadoras tonterías cometidas con amigos tan queridos y que ahora están tan muertos... ¿Y acaso no era cierto, no había leído él en alguna parte que los enfermos de los hospitales mueren a las tres de la mañana más que a cualquier otra hora