(De hecho, si levanto la vista ahí está ella contemplándome desde la superficie acuosa del espejo. Ahora sólo espero, quietecita a que sus manos se extiendan para desabotonarme la blusa y la falda del colegio. Cada dedo que me roza va probando mi condición de estatua de marfil. Uno, dos y tres, así, el que se mueva pierde el fin. Inesperadamente expertos, sus dedos despiertan abismos sutiles de la piel. Un gemido, de uno u otro lado del cristal, provoca que el espejo tiemble y se estremezca en ondas inusitadas. Ella está ya por salir, pequeña Anadiomene del manso oleaje mercurial. Su belleza me lleva a doblar el cuello, a dejar caer lo que resta de ropa. Los menudos hombros al aire, un tibio pudor y orgullo también. Entonces imploro: primo Narciso fragante, no permitas que muera sin tus flores. Ya ella se aproxima. Deposita el beso de su mirada en la punta de mis pudores. Ahora soy yo la imagen del espejo que se remueve en ondas de placer acuoso. Más... más... Sus palmas extendidas y mis manos, su boca y mis labios, su lengua y mi saliva, sus senos en mi pecho. Bebo en su aliento el olor dulce y acre de mi sangre.)