Bajé lo que quedaba de escalera, reduciendo la distancia que nos separaba. Me detuve un escalón por encima de ella para poder estar a su altura. No me atrevía a tocarla. Sin embargo, una valentía que ignoraba que tenía nació y empujó mis manos. Acunaron su rostro blanco lleno de motas rosadas, manchado de negro y dorado. Imperfecto y vulnerable. «Mío».
—Quédate —le dije—. Quédate y nos iremos juntas. Si sale bien, estaremos lejos de toda esta mierda. Si sale mal, prométeme que harás todo lo posible para mantenerte con vida. Diles quién soy, si así puedes sobrevivir. Niega que me conoces, si eso puede salvarte. Haré cualquier cosa por que sigas viva, no importa lo que me arriesgue. Merecerá la pena, pase lo que pase. —Dikê hipó y yo también—. Te lo juro.
La besé. Ella gimió, encogida de miedo. Después, de alivio. Nos enredamos una en la otra mientras temblábamos por la humedad y el frío y nos rodeaba el trueno más allá del cemento y el cristal. Le dejé una hilera de besos en las mejillas, que continuaron viajando a su cuello, al hombro, a la piel de gallina de su brazo. Primero el derecho, luego, el izquierdo. Ella se zafó para besarme las manos. Dikê estaba obsesionada con ellas. Yo, con todo su cuerpo. Volví a besarla en los labios antes de que hablase de nuevo:
Aish