Andrés Acosta

La flor de Paracelso

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    ¿Acaso había sido Oporinus a quien vi esa tarde en el callejón, confabulándose con el cocinero en contra de mi maestro? Ciertamente, se parecía al del grabado de Teodoro de Bry que muchos años después contemplé en la biblioteca del Monasterio de los Capuchinos, en Viena. ¿Acaso él se había deshecho de su primera mujer, su Jantipa, empleando las malas artes que de ella misma aprendió, y años más tarde se las arregló para instilar pequeñas cantidades diarias de arsénico en la comida de mi maestro, durante el mes que habitamos en la posada, provocándole un envenenamiento por acumulación?

    Paracelso siempre se negó rotundamente a que yo cumpliera con mi deber de probar sus alimentos antes que él. ¿Me estaría protegiendo de su resentido ex discípulo? Tal vez nunca lo sepamos.
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    —Es como si los huesos de Paracelso hablaran; como si quisieran revelar que fue víctima de un asesinato —
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    Durante la ceremonia de exhumación de los restos de Paracelso, me acerqué discretamente al monje encargado de tan delicada tarea e intercambié algunas palabras con él. Desde hace más de tres décadas ha venido realizando lo mismo con los restos de distintas personas, aunque pocas tan ilustres como Paracelso. Es un hombre sabio, profundo admirador de la figura de mi maestro. Me comentó que, a pesar del medio siglo transcurrido, los huesos de Paracelso se conservan de manera excepcional o, mejor dicho: milagrosamente, que fue la palabra que utilizó. Los huesos suelen quedar en mal estado con el tiempo, eso es lo común. Aunque existen ocasiones especiales en las que el cadáver entero permanece incorrupto, igual que una figura de cera, cuando se trata de hombres santos. En el caso de Paracelso, nada más los huesos quedaron incorruptos.
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    Por su parte, el actual príncipe arzobispo de la región de Salzburgo, Wolf Dietrich de Raitenau, ha dispuesto que por fin Paracelso descanse en un sitio más acorde con su estatura. Así que hoy se llevó a cabo la exhumación de sus restos, que permanecían en la tierra del cementerio del asilo de pobres, para ser depositados dentro de un monumento funerario piramidal, de mármol rojo, en el atrio de la iglesia de san Sebastián. Este es su epitafio, labrado a cincel:

    Aquí yace Philippus Theophrastus, famoso doctor en medicina, que curó aquellas terribles heridas: la lepra, la gota, la hidropesía y otras graves enfermedades del cuerpo, con arte maravilloso. Regaló sus bienes para ser distribuidos entre los pobres. En el año 1541, el día 23 de septiembre, cambió la vida por la muerte. Paz a los vivos y descanso eterno a los difuntos.

    Cuando me enteré de que dicho acontecimiento tendría lugar, regresé a Salzburgo por primera vez después de tantos años… ¡Cinco décadas! Acababa de llegar al burgo y me dirigí, sin pensarlo, dejando que mis pies me guiaran, a la calle Linzer, donde se elevan la torre de cebolla y la puerta con jarrones y rosas de
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    ontinuaba viva en el más allá.

    Sí, la respuesta de Paracelso había llegado gracias a su magia: ¡un lilium azul cobalto para mí, su humilde kobold! La flor tenía un doble significado. Por un lado, era la flor favorita de mamá, la flor que amaba tanto como me amó a mí, y que cada mañana contemplaba al salir de nuestra choza para emprender nuestra dura faena con las rocas.

    Pero había un segundo significado, todavía más importante para mí, porque quería decir que Paracelso lo había comprendido todo; ¡desde el principio había comprendido quién era realmente yo! ¡Siempre lo supo y nunca me dijo nada!

    A partir de ese momento se fue la desesperanza y comenzó mi nueva vida. ¡Mi propia vida! De poco valían las monedas y cualquiera de los demás bienes que repartió entre su colega médico y los pobres: solo eran artefactos, papel y monedas. No había mejor herencia que la que me legaba a mí, el mejor regalo que pudo hacerme: ¡saber quién era yo en este mundo
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    Recogí un puñado de ceniza y lo apreté hasta que las uñas se me clavaron en la piel. La verdad era que mi maestro había muerto. La verdad era que un año antes yo había huido de los maltratos de mi padre y de mis hermanos, y que seguía huyendo. La verdad era que la gente veía en mí algo que nunca fui. La verdad era que yo sí creía que Paracelso era no solo un gran médico, sino un verdadero mago; no un charlatán, como pregonaban sus detractores: ¡un mago!, pero en ese momento la desesperanza atenazaba mis hombros con sus inclementes garras.
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    —¿Cuántos años tienes? —apartó el libro y me hizo una seña para que me acercara.

    —Según mi padre, debo tener doce años.

    —¿Dónde está él?

    —Murió —la mentira brotó de mi boca con descaro.

    —¿Y tu madre, tus hermanos?

    —Ella murió de viruela hace mucho tiempo. Ahora, al morir mi padre, mis hermanos y yo nos hemos buscado cada quien su propio camino.

    —¿Cuál escogiste tú?

    —Vine al burgo para buscar comida.

    —¿Solo a buscar comida?

    —No. También me gustaría encontrar algunas respuestas. Mi madre decía que yo era capaz de aprender cosas que mis hermanos nunca entenderían.

    —Veo en tus ojos inocencia y honestidad. ¿Cuál es tu nombre?

    Estuve a punto de mentir otra vez, de inventar un nombre falso, pero no pude.

    —Es que… no quiero decir mi nombre.

    —No importa. Encontraré uno a tu medida. Veo algo más en ti. No eres como cualquiera. Cada ser es único, sí, pero tú no eres como los demás. Llegas a mí en el momento preciso. No se trata de una coincidencia. Tengo algo muy importante que preguntarte.

    El corazón me latió como un tambor. ¿Acaso él estaba a punto de…?

    —¿Quieres ser mi aprendiz? Tendrás lo necesario para tu manutención. Y lo más importante: podrás aprender muchas cosas. ¿En verdad te interesa el conocimiento? —entre sus dedos tomó su instrumento metálico y lo hizo girar velozmente, como si con ello indicara que mi vida también podía dar un giro.

    —¡¿En verdad es usted Paracelso, el sabio que escribe tratados?! —lo dije con tanto entusiasmo que casi
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    Paracelso confesó ante el duque que, luego de huir, reflexionó y decidió utilizar un disfraz para regresar a Basilea: tenía que averiguar algo. Según los datos que recabó, interrogando por aquí y por allá a colegas y demás gente involucrada en los funerales, los signos de muerte que presentaba el impresor Frobenius eran los de un tipo de envenenamiento que él conocía muy bien, ya que eran signos idénticos a los que habían llevado a la tumba a Xylotectus, el amigo a cuya viuda desposó Oporinus. En su ocasión, Paracelso había tenido la precaución de tomar nota de la versión del propio Oporinus acerca de cómo fue hallado muerto Xylotectus en su cama, después de sufrir extraños síntomas durante algunos días.
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    duque Ernesto de Baviera, próximo príncipe arzobispo de la región de Salzburgo,
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    Y gané mucho más: así fue como me hice ayudante y aprendiz del gran Paracelso, no solo sin saber quién era él, sino tomándolo por lo que no era: un mendigo. ¡Qué fácil podemos llegar a juzgar a las personas! Aunque también Paracelso me tomó a mí por otra cosa, distinta de la que yo era.
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