Iñaki Garrido

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    El sabor del maíz era igual entonces. Siempre ha sido nuestra carne, nuestro principal alimento y mientras lo comamos, seguiremos siendo los mismos
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    Sentí miedo, hijos míos. Huitzilopochtli siempre había sido nuestro dios, nuestro protector. Él fue quien guió a los mexicas desde Aztlan hasta México. Él consoló y ayudó a nuestros abuelos todos los años que anduvieron caminando por el desierto, sin poder detenerse a descansar. Gracias a él encontramos nuestra verdadera casa, en Tenochtitlan y en Tlatelolco, en el centro del gran lago del Anáhuac. Él fue quien nos dio fuerzas para vencer a nuestros enemigos en la guerra. Por él nos hicimos el pueblo más poderoso y temido. Si nos abandonaba, todo estaría perdido. Si Huitzilopochtli se enojaba con nosotros, entonces sería el fin de los mexicas.

    —H
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    Empezó el banquete. La gente se acercaba a los calderos y tomaba tamales y tortillas con mole con carne de guajolote, pues entonces no teníamos gallinas de Castilla. Luego se reunían a conversar. Los ancianos seguían sentados bajo el árbol a beber pulque y traían a cuento mil cosas. Se veían alegres, quizá habían olvidado su conversación. Yo tomé atole de chía endulzado con aguamiel. Después sirvieron el chocolate y empezó la danza
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    Bebimos un poco de chocolate, aunque está tan caro siempre que apenas alcanzó para un trago para cada invitado. Los hombres seguimos tomando pulque. Los músicos empezaron a tocar sus vihuelas y sus trombones, los instrumentos nuevos que han traído los españoles. Todos bailaron durante varias horas mientras yo los veía desde mi lugar junto al fogón. La gente se acercaba a conversar conmigo y yo me quejaba de la música ruidosa y horrible que escuchan ahora los jóvenes. Todos reíamos.
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    Mi dolor es como los rescoldos de un fogón que siguen dando calor mucho tiempo después de que la lumbre se ha apagado. Cada vez que recuerdo el mundo de mis padres y mis abuelos, el mundo de los antiguos mexicas, antes de que llegaran los españoles, siento la misma tristeza en lo más profundo de mi corazón.
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    Los sacerdotes eran llamados tlamacazque, los ofrendadores, pues su encargo era cuidar a los dioses y darles comida y regalos. Nosotros los auxiliábamos y nos llamaban tlamacaztoton, pequeños sacerdotes.
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    Los cerros y los campos son la piel de nuestro Señor Xipe —explicaba el gran sacerdote, nuestro maestro—. Ahora esa piel está muerta, pero cuando llegue la lluvia, nuestro señor tendrá una nueva piel verde y así renacerá
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    Entonces llegó el día en que nos cortaron el cabello. Los capitanes nos juntaron a todos en el patio y nos raparon uno a uno, dejándonos únicamente una colita en la nuca. La llevaríamos hasta que hiciéramos nuestro primer cautivo en el combate. Los afortunados o los valientes que lograran hacer prisionero a un enemigo, podrían dejar crecer todo su cabello y las mujeres los admirarían. Los que no, seguirían llevando su colita y todos se burlarían de ellos
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    —Estos son tiempos horribles. Somos todos como niños pequeños que no sabemos qué hacer ni dónde escondernos. Nada nos sirve ya. No nos sirven las palabras de los ancianos, ni la voz de nuestros dioses. Ellos nunca conocieron nada parecido. Y ahora tampoco tenemos gobernante. Son tiempos aciagos en que los mexicas quieren matar a su propio rey.
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    Esa noche, cuando me acosté de nuevo entre mis compañeros y cerré los ojos, volví a ver los edificios de piedra, las ropas con mucha tela, las barbas de los hombres del libro. Ese era un mundo del que nadie me había contado nada antes
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