Cuando Cheever se mudó a Iowa para dar clases, dio gracias por la existencia de esa cañada. Era un lugar en el que podía beber sin que su familia le preguntara por qué se estaba matando. Hasta entonces, escondía botellas bajo los asientos del coche y se echaba un chorro de ginebra en el té con hielo. Pero en Iowa no había necesidad de disimular. A primera hora de la mañana Carver lo acercaba en coche a la tienda de vinos y licores –abría a las nueve, así que salían a las ocho cuarenta y cinco– y Cheever abría la puerta del coche antes incluso de que este se detuviera por completo. A propósito de su amistad, Carver dijo: «No hacíamos nada, aparte de beber.»