Gemma Rovira Ortega

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    En 1882, Friedrich Nietzsche (1844-1900) proclamó que Dios había muerto. Y en cierto sentido tenía razón. Sin los mitos, los cultos, los rituales y la conducta ética, lo sagrado pierde su sentido. Al convertir a «dios» en una verdad completamente nocional, a la que solo se llegaba mediante el intelecto crítico, los hombres y las mujeres modernos lo habían matado. El Loco de la parábola de Nietzsche de La gaya ciencia creía que la muerte de Dios había desarraigado a la humanidad. «¿Todavía existe un arriba y un abajo? —se preguntaba—. ¿Acaso vamos a la deriva por una nada infinita?».106
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    El pensamiento mítico y su práctica habían ayudado a la gente a enfrentarse a la perspectiva de la extinción y la nada, y a asumirla con cierto grado de resignación. Sin esta disciplina, para muchos ha sido difícil evitar la desesperanza.
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    El siglo XX nos presentó un icono nihilista tras otro, y muchas de las exageradas esperanzas de la modernidad y la Ilustración resultaron falsas. En 1912, el hundimiento del Titanic demostró la fragilidad de la tecnología; la Primera Guerra Mundial reveló que la ciencia, nuestra gran amiga, también podía aplicarse al armamento con efectos letales; Auschwitz, el Gulag y Bosnia nos recordaron lo que podía pasar cuando se perdía todo sentido de lo sagrado. Aprendimos que una educación racional no salvaba a la humanidad de la barbarie, y que un campo de concentración podía funcionar cerca de una gran universidad.
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    El estallido de las primeras bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki pusieron al descubierto el germen de la autodestrucción nihilista en el centro mismo de la cultura moderna; y el ataque contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 puso en evidencia que los beneficios de la modernidad —tecnología, facilidades para viajar y comunicaciones globales— podían convertirse en instrumentos del terror.
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    Cuando analizamos las siniestras revelaciones del siglo XX, vemos que la angustia moderna no es simplemente el resultado de una neurosis autocompasiva. Nos enfrentamos a algo sin precedentes. Las sociedades anteriores a la nuestra entendían la muerte como una transición a otros modos de vida.
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    No alimentaron ideas simplistas y vulgares de una vida después de la muerte, sino que concibieron rituales y mitos que ayudaban a los individuos a afrontar lo inexplicable. En ninguna otra cultura se acomodaría nadie en medio de un rito de tránsito o de una iniciación, sin tener las cosas claras.
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    Sin embargo, eso es lo que nos vemos obligados a hacer a falta de una mitología aceptable. En el actual rechazo de los mitos hallamos un conmovedor y hasta heroico ascetismo. Pero a muchos de nosotros los modos de pensamiento lineales, lógicos e históricos nos han excluido de terapias y estrategias que a otros les han permitido hacer uso de todos los recursos de su humanidad para convivir con lo inadmisible.
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    Quizá seamos más sofisticados respecto a lo material, pero espiritualmente nos hemos quedado estancados en la era axial:
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    Todavía anhelamos «superar» nuestras circunstancias inmediatas y alcanzar un estado de «plenitud», una existencia más intensa y más satisfactoria. Intentamos acceder a esa dimensión mediante el arte, la música rock, las drogas o incluso la exagerada escenificación de la vida que se ofrece en las películas. Seguimos buscando héroes.
  • Manuel Robledoцитирапреди 2 години
    Elvis Presley y Lady Di se convirtieron al instante en seres míticos, incluso en objetos de culto religioso. Pero en esta adoración hay un gran desequilibrio. El mito del héroe no pretendía proporcionarnos iconos que admirar, sino que se concibió para despertar la vena de heroísmo que hay dentro de nosotros. El mito debe conducir a la imitación o la participación, no a la contemplación pasiva. Ya no sabemos dirigir nuestra vida mítica de un modo espiritualmente combativo y transformador.
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