Porrúa

que ha hecho del Estado un infierno en la tierra es precisamente que el hombre ha tratado de convertirlo en su paraíso’.”

aceptación fatalista de las “tendencias inevitables”, el entusiasmo por la “organización” de todas las cosas (que ahora denominamos “planificación”).

La democracia concede todo el valor posible al hombre, mientras que el socialismo hace de cada hombre un simple agente, un número. Democracia y socialismo no tienen más en común que una palabra: igualdad. Pero he aquí la diferencia: en tanto que la democracia busca igualdad en la libertad, el socialismo busca la igualdad en la restricción y la servidumbre.”

Ahora se le hacía significar emancipación de la necesidad y de la fuerza de las circunstancias que inevitablemente nos limitan a todos el radio de elección.

La meta de esa planificación se describirá con algún término vago como, por ejemplo, “el bienestar general”, pero no habrá acuerdo verdadero en cuanto a las finalidades que se persiguen; y eso de convenir en una planificación central sin convenir antes en sus finalidades es como si un grupo de personas se comprometieran a hacer un viaje juntas, sin decidir de antemano adónde han de ir, con el resultado de que todas pueden verse obligadas a llegar a un sitio al que la mayoría no quería ir.

No debe haber actividad espontánea porque podría producir resultados que no pueden preverse y no están calculados dentro del plan.

La tragedia del pensamiento colectivista consiste en que comienza con el empeño de conquistar la supremacía de la razón, pero acaba por destruir la razón.

Empero, el dinero es uno de los más grandes instrumentos de liberación inventados por el hombre. La moneda es lo que en la sociedad actual abre ilimitadas posibilidades al pobre, posibilidades mayores de las que en generaciones anteriores se ofrecían a los ricos.

Comprenderemos mejor el significado del servicio que el dinero presta si consideramos lo que en realidad sucedería en caso de que, tal como lo proponen tantos socialistas típicos, el “afán de lucro” se aboliera en gran parte para reemplazarlo por “incentivos no económicos”.

En cierto modo esta aseveración no sólo es verdadera, sino también muy importante porque la independencia intelectual y la firmeza de carácter rara vez se encuentran entre aquellos que no pueden tener confianza en que se abrirán camino por su propio esfuerzo.

No podemos quejarnos de que nuestra juventud prefiera las posiciones asalariadas y seguras a los riesgos de una empresa propia si desde la niñez se le viene repitiendo que aquéllas son las formas de ocupación más honorables y desinteresadas. La joven generación ha crecido en un ambiente en el que tanto la escuela como la prensa presentan el espíritu mercantil como algo despreciable y consideran inmorales las ganancias; un ambiente en el que se afirma que dar empleo a cien personas es una explotación en masa, pero mandarlas es honroso.