Jordi Amor

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    Desde que conozco a Robert la gente lo ha increpado. En el escenario, en el pub, en la calle, siempre él es el objetivo. Nunca he visto a Robert buscar pelea, pero parece que algo en él provoca a los demás.

    Por una parte, Robert es un artista introspectivo, oscuro, melancólico, creativo. Por la manera en que se comporta, es obvio que su cabeza está en las nubes. Siempre ha formado parte de su personalidad: el poeta visionario, el mensajero con noticias del otro lado, el artista torturado. Pero, por otra parte, es alguien perfectamente normal que disfruta tomando una cerveza y viendo un partido de futbol. La gente percibe esta dicotomía en él y no le termina de agradar.
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    El año anterior, con Michael, habíamos ido a nuestro primer concierto, acompañados por su hermana y el novio de ella. Nos llevaron al Hyde Park, a ver un concierto gratis

    DE PENSAR QUE EN HYDE PARK THE CURE CELEBRO SUS 40 AÑOS DE EXISTENCIA QUE MARAVILLA

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    Flores preciosas del pasado que viven en las partes más oscuras de mi memoria.
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    Una mañana húmeda de septiembre de 1964, mi madre me puso junto a Robert Smith. Un autobús llevaba a los chicos que vivían en las afueras a la escuela St. Francis of Assisi, en Crawley. Era el primer día de clase, Robert y yo estábamos en la parada de Hevers Avenue con nuestras madres y ahí nos conocimos. Teníamos cinco años.
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    Cuando la gente me pregunta cuándo empezó The Cure, suelo decir que fue ese día de 1972 en Notre Dame cuando Robert, Michael y yo —la misma alineación que grabaría nuestro primer sencillo, «Killing an Arab»— improvisamos juntos por primera vez.
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    Un día Robert me arrinconó en la biblioteca y me dijo en voz baja: «¿Te gusta Jimi Hendrix?»

    —¿Hendrix? ¡Me encanta Jimi Hendrix! ¡Tengo un póster suyo enorme en mi habitación!

    Le comenté también que era miembro de su club de fans en el Reino Unido. Los ojos de Robert brillaban en complicidad.

    —¡Yo también!

    —¿Sabes? —añadí—, apuesto lo que sea a que nadie más de la escuela lo conoce.

    —Bueno, mi hermano mayor tiene algunas cosas de Hendrix. Are You Experienced es genial —comentó Robert, entusiasmado.

    —¿En serio? Yo me compré Axis: Bold as Love por una libra en Radio Rentals.

    Con esta conversación, nuestro vínculo se solidificó.
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    Pero, para mí, The Cure había empezado mucho antes, había empezado un día sombrío y lluvioso de 1964, mientras la neblina se arremolinaba a nuestro alrededor. Empezó en el momento en que el autobús llegó a la parada de Hevers Avenue y las puertas se abrieron siseando. Ni Robert ni yo queríamos subir a ese autobús. No queríamos dejar a nuestras madres e ir a una escuela extraña en otra ciudad donde no conocíamos a nadie. Seguramente me habría puesto a llorar si no fuera porque Robert estaba ahí. Todavía hoy puedo oír la voz de mi madre animándome para que subiera. «Toma la mano de Robert y cuidaros el uno al otro.»

    Robert me tomó de la mano y me condujo hacia el interior del autobús. Fue el primero de muchos viajes que hemos hecho juntos. Aunque sólo sea en mi imaginación, seguimos siendo esos niños.
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    Me llevé mi camisa de satín púrpura, tan querida, que me había comprado en Withword’s, una pequeña tienda que había al final de mi calle. Me encantaba visitar al señor Withword: siempre me revelaba algún secreto que sólo los sastres conocían.

    «Los hombres con piernas cortas deberían vestir pantalones Oxford anchos para resaltar», es una de las frases que nunca olvidaré.

    La campanita de la puerta sonó cuando crucé la entrada de la puerta de la tienda húmeda.

    —Ah, señorito Tolhurst, ¿en qué puedo ayudarle?

    —He visto la camisa púrpura del escaparate —respondí.

    El motivo real por el que había entrado en la tienda era para ver las dos únicas prendas que me gustaban de la sección de hombres, por lo general, libres de color. Esas prendas solían ser bastante baratas, lo suficientemente baratas para que algún joven con pocos ingresos pudiera comprar. En otras palabras, alguien como yo.

    —Ah, sí, la que tiene ese cuello tan «moderno». —Parecía que le dolían los labios cuando decía esa palabra.

    —Sí, esa es, la que tiene el cuello de pico.

    Se fue para el escaparate y me la acercó.

    La etiqueta señalaba que costaba cinco libras, mucho más de lo que me podía permitir. Vio cómo se me apagaba la expresión del rostro cuando supe el precio.

    —¿Cuánto dinero tiene, señorito Tolhurst?

    —Una libra —dije esperanzado.

    El señor Whitworth me miró por encima de sus lentes y jugó con la cinta métrica que perpetuamente le colgaba de la cabeza.

    —Está bien, se la dejo por una libra, pero no se lo diga a nadie; de lo contrario, todo el mundo querrá que le haga un descuento. ¿Puede prometérmelo?

    —Sí, señor, claro. ¡Muchísimas gracias, señor Whitworth!

    Me fui a casa tomando con todas mis fuerzas la camisa, dando gracias a la generosidad del sastre.
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    Cuando el asesor de estudios del St. Wilfrid, nuestra escuela, le preguntó qué quería ser de mayor, Robert tuvo la desfachatez de contestar «una estrella de pop».
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    Sería un verano que no olvidaríamos por un motivo: teníamos un lugar donde ensayar, a pesar de que algunos vecinos de los Smith intentaran clausurarlo. Un día llamó a la puerta un señor de mediana edad, gordito, con la cara enrojecida.

    —Su hijo y sus amigos son los que están haciendo ese ruido, ¿no?

    —Si se refiere al ensayo de la banda, entonces sí, son ellos. —Fue la réplica de la madre de Robert.

    —Sea lo que sea, tienen que parar. Están molestando a todo el vecindario. ¡Con todo ese maldito ruido, no puedo oír mis pensamientos!

    Rita lo pensó un segundo.

    —Bien, les diré que paren cuando usted le diga a su perrito que no defeque en mi jardín.

    Y con eso cerró la puerta con autoridad, y Rita Smith se convirtió en la primera en defender a The Cure.
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