George R. R. Martin

Lo miró; contempló a aquel joven de la barba reciente, con el lobo huargo que le pisaba los talones, y lo único que vio fue al bebé que había amamantado en Aguasdulces, hacía ya tanto tiempo

«Permitid que crezca más —suplicó a los dioses—. Permitid que llegue a los dieciséis, y a los veinte, y a los cincuenta. Que llegue a ser tan alto como su padre, que sostenga en brazos a su propio hijo. Por favor, por favor, por favor...»

una mente necesita de los libros igual que una espada de una piedra de amolar, para conservar el filo.

Los monstruos seguían allí. El miedo, no.

Cuando se juega al juego de tronos sólo se puede ganar o morir. No hay puntos intermedios.

El corazón miente y la mente engaña, pero los ojos ven.

El hombre que teme la derrota ya ha sido derrotado.

En aquella ocasión los monstruos no le dieron miedo. Casi parecían viejos amigos.

a veces, las palabras consiguen lo que está fuera del alcance de las espadas.

Porque el amor es veneno para el honor; es la muerte para el deber.