Nuestra madre, nuestros seres más queridos, no reúnen la fuerza suficiente para despertar nuestra consciencia y es como si nada pudiera sacarnos de nuestro circuito repetitivo y asfixiante de gustos y disgustos, nuestros apegos triviales y nuestras mezquindades, todo ello abisalmente enraizado en nosotros. ¡Profundamente dormidos, aferrados y obsesionados por todo lo que tendremos que dejar, encarcelados en un ego y secuestrados en un cuerpo que a no mucho tardar se disipará. Si la muerte de una madre no nos hace reaccionar, ¿qué podrá hacerlo? Es como el hombre que soñaba que estaba despierto y así llevaba, ante la sorpresa de todos, veinte años durmiendo. ¡Cómo se nos imponen las viejas rutinas anímicas! Tras mi enfermedad tenía infinitas expectativas de que trabajaría sin tregua sobre mi evolución interior. Ha cambiado parte de mis actitudes, pero la vieja psicología se impone y nos mete en un atolladero. ¿Cómo ahuyentar la sombra del pasado, cómo no encadenar el momento anterior al posterior, ser uno mismo en lugar de continuar siendo el alienado actor que se cree el papel que interpreta? Tenemos que estar muy al acecho de nuestra propia necedad y, desde luego, no magnificar el pensamiento ni convertir la razón en omnipotente, porque en último término es muy limitada. Cada momento es cierto y a la vez es incierto. Hoy estoy escribiendo y tal vez mañana ya no pueda hacerlo. Y si no mañana, será otro día. ¿Y cómo sabiendo que tenemos que morir, que estamos muriendo, nos permitimos tantos disgustos, enfados, bobos apegos y encadenamientos?