Los conflictos más amenazadores comparten un rasgo común, que bastaría para calmar a los espíritus superficiales: contra toda apariencia, su
verdadera gravedad reside en que carecen de un fin determinado. A lo largo de la historia humana se puede verificar que los conflictos más encarnizados son, sin comparación, aquellos que no tienen objetivo. Cuando esta paradoja se percibe claramente, constituye, tal vez, una de las claves de la historia y, ciertamente, de nuestra época.
Cuando se lucha por conseguir algo bien definido, cada cual puede calcular el valor global del desafío y los gastos estimados que conllevará la lucha, decidir hasta dónde valdrá la pena llevar el esfuerzo; no es extraño, por lo general, que cada uno de los bandos enfrentados encuentre un compromiso que sea más conveniente aún que ganar una batalla. Pero cuando una lucha ya no tiene objetivo, entonces carece de medida común, de balance, de proporción; no hay comparación posible; ya todo acuerdo es inconcebible. Entonces la importancia de la batalla se mide únicamente por los sacrificios que exige. Por este mismo hecho, los sacrificios ya cumplidos reclaman siempre nuevos sacrificios. Si las fuerzas humanas no encontraran por sí mismas felizmente su propio límite, no habría razón alguna para dejar de matar y de morir. Esta paradoja es tan violenta que escapa a todo análisis.