Me di cuenta de que ella no estaba allí, que su cuerpo era solo un pretexto porque su corazón latía a muchos años de distancia. La paz, la infinita calma de su semblante, la deshumanizaban, la volvían abstracta como una idea o una plegaria. Mis rodillas se doblaron y, de pronto, me encontré inclinado sobre su falda, la mirada impávida, como a la orilla de mi propia tumba.