Claudia Casanova

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    Una punzada de dolor y arrepentimiento se clavó en mi pecho, pensando en Cata. Nadie se acordaba de ella y nadie podría rescatarla ya
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    —¿Ese tullido, a caballo? —se burló Márquez. Me alegró ver que el golpe que Pablo le había propinado se había convertido en un feo moratón amarillo en su mejilla.
    —¿Qué otra opción tenemos? —replicó Adori, enfadado—. No querrás que nos adentremos en los Territorios Olvidados sin la menor idea del camino que tomar
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    tengo un mapa, uno antiguo, de los Territorios Olvidados, de antes de que… —Tragué saliva y terminé la frase débilmente—… de que fueran olvidados
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    Si aprendes a leer las estrellas, jamás te perderás.
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    Una gran mariposa descansaba en la pared azul cielo, con las alas extendidas. Eran de color púrpura iridescente, bordeadas de negro. Nunca antes había visto una mariposa de ese tamaño, o de ese color. Me incliné con cuidado, para no asustarla.
    No fue hasta que me acerqué lo bastante como para rozar sus alas con mis dedos que me di cuenta de que estaba tras un cristal, prisionera para siempre, con una aguja clavada en el corazón.
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    Nadie se movió. Miré el sendero. Parecía como si hubiera pasado un rebaño. Papá había dicho que alrededor del cuerpo de Cata había rastros de huellas de animales, como garras
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    ¿Qué les pasa a los árboles?
    Nos paramos. Tenía razón. Los árboles a nuestro alrededor no parecían vivos. Sus hojas eran como un encaje negro sobre una telaraña de ramas muertas. Observé uno atentamente y puse la mano tras la hoja. Se veía la silueta de mis dedos de un tono más oscuro, con las venas de la hoja dibujándose sobre mi piel. De cerca, los troncos parecían de roca, como si el bosque se hubiera petrificado
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    Lupe habrá buscado agua —dijo el Gobernador, señalando el lecho casi seco del Arintara.
    No, pensé. No es tan lista. Está buscando un asesino y no se preocupará de sobrevivir
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    Ni Masha ni los demás adultos habían mencionado jamás bosques negros. Ni siquiera aparecían en las leyendas de papá o en el mapa de mi madre. ¿Qué había sucedido para que los árboles perdieran su color? No podía ser la sequía, eso no les daría ese aspecto siniestro y fantasmal.
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    ¿Acaso no era lo que siempre había deseado? El mapa de Joya que descansaba en la bolsa de papá, que me colgaba del hombro, tenía un enorme espacio en blanco en el centro, y yo me disponía a descubrir qué había allí. Papá no había podido explorar su propia isla, en parte porque le intrigaba lo que había más allá del océano, pero yo sabía que lo lamentaba. Ahora podría dibujarlo para él. Un escalofrío de excitación me recorrió la columna vertebral, hasta que caí en la cuenta de que Márquez me miraba, hostil. Adopté la expresión huraña que había puesto Pablo, imitándolo lo mejor que pude
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