Los crímenes de la ciudad, los crímenes urbanos, no eran nada en comparación con los crímenes del campo, con los crímenes rurales. Los crímenes ciudadanos resultaban ridículos al lado de los del campo. El posadero, dijo, era un delincuente y un criminal nato. Todo en él y dentro de él era violento y criminal. Era un tratante de ganado, y lo era en todos los momentos y situaciones de su vida. «Aunque ahora esté llorando», dijo mi padre, «llora como una res. Para un posadero su mujer no es más que una res». La capturaba un día, dijo, con intención aviesa, en el inmenso rebaño de las mujeres por casar y la sometía a su voluntad. Todas esas posadas —lo mismo que todas las casas de los carniceros, de los tratantes de ganado, de los campesinos del Bundscheck— no eran más que un brutal establecimiento penitenciario femenino